La decisión

El cielo desparrama plomo puro sobre el río, metalizando el cristal de la corriente.

Quizá, en este instante, deja asomar una sonrisa, pero no es consciente, como tampoco lo es de sus propios pensamientos, que se desperezan sobre los recuerdos en busca de mejor acomodo.

Su danza viajera choca de frente con la imagen de la carita preciosa de Andreu, su hijo, hace ya más de 32 años, y piensa en aquel primer abrazo para protegerlo de esa cama ajena de sábanas tiesas y estrechas barandas.

El meneo evocado hace que tres dedos de su mano diestra, en un movimiento insolente, se levanten para acudir a la imagen del río desenfocado, con la intención de acariciar aquella piel suave, aromática, hipnótica, que la incitó tantas veces a tocar, oler y llenar el alma.

Cierra los ojos y, por fin, nota los hilos invisibles que tiran de sus labios hacia arriba, pero no sabe si este pequeño atisbo de alegría está impregnado de pasado o de presente… Quizá huela a futuro, como esta mañana que se abre paso ante ella.

Han pasado ya tantos años… Los mismos que han ido mermando su cuerpo, ajando sus articulaciones y matizando su brillo.

Siente vértigo y, para agarrarse a algo, acude a su maleta en busca del bolso beige que la acompañará en su aventura. Con manos expertas, va extrayendo uno a uno los objetos de su bandolera de viaje y trasladándolos al nuevo cobijo, aunque es consciente de que el orden que les procura durará poco.

Encima de todos esos objetos útiles y de los «por si acaso», coloca con esmero un paquetito azul, envuelto en papel maché y atado con un lazo arrancado del cielo. Sonríe al posarlo, sabiendo que su peso ligero aplasta la importancia de todas sus pertenencias.

Cierra el bolso y mira el reloj. Demasiado temprano para salir, demasiado tarde para arrepentirse.

Suspira hondo. Demasiado peso para no sucumbir, demasiado liviano para no disfrutarlo.

De su bolsillo, ase con desdén un pañuelo bordado en azul, reliquia de su madre, en un gesto viejo que se ha convertido en nueva costumbre que amenaza con dominarla hasta su propia muerte.

El jugo seco de sus ojos le advierte que está harta de llorar, que ya no tiene ni quiere más lágrimas, que sería hora de volver a sembrar motivos de sonrisa, de planes venideros, de ambiciones secretas, de curiosidad… Pero se reconoce derrotada por la cobardía de sus ilusiones que, por ahora, acampan en sus entrañas retorcidas y yerman su ánimo.

En esa lucha vengativa con el destino, su piel se rebela porque sabe que, en algún lugar secreto de sus sentidos, hiberna la llama de la tranquilidad, esa sabiduría que le dicta que, incluso en los vaivenes de su vida, no ha cometido grandes errores: no se equivocó al emanciparse de sus padres a una edad tan temprana, ni de escoger a Julià para vivir la juventud; ni, por supuesto, de engendrar a Andreu; ni de las enseñanzas que le transmitió a pesar de la soledad y la falta de estudios; ni de haber sucumbido a los encantos de Tomás pasados los 50, ni de las horas de hospital mientras su cuerpo moría hace apenas unos meses, ni siquiera de haber venido…

Al enumerar de esta forma los hitos de su vida, el telón de sus ojos áridos parece tejerse de pequeños flecos de colores que vuelan al soplo de un viento satisfecho.

Y hoy…

Sacudiéndose esos pequeños restos de rabia que la acosaron al amanecer, reprocha al día su tesón por cargar de sombras las paredes y riñe al río por su aspecto pesado. Ni todos los fenómenos del cielo deberían conseguir hoy, hoy no, enfangar su misión.

Al fin y al cabo, está en Sevilla, la ciudad que taconea sobre la pena hasta convertirla en arte, la que procesiona su corazón caliente por los puentes de primavera y acaricia el otoño como a un cachorro de calle; la que abraza charlas de invierno y protagoniza una brega de abanicos en verano, esa dama de alta alcurnia que ha posado altiva y graciosa para mil cuadros de la historia.

Partida en dos, Anna suspira una vez más y se pasa la mano por sus traviesos bucles grises, se mira lo justo para acomodarse, en una decisión optimista, las gafas de sol sobre la cabeza y, con un suave tirón, da por cerrada esta larga noche insomne.

Ya en la calle, aspira con fuerza como queriendo absorber la libertad de las golondrinas, la intención de los geranios y la nana del río.

Dada la luz confusa de hora precoz y bruma, entreteje calles bajo sus pies pequeños durante un buen rato, aunque su reloj le diga lo contrario.

Al fin, se rinde a una barra de bar y pide café.

― Un cafelito con leshe pa la señora, marshando.

El sonido de la frase la encharca por sorpresa, insuflando vida, por fin, a ese acento que atendía de lejos, de forma distraída, cuando lo escuchaba en alguna emisión olvidada de televisión, ese del que hablaban sus amistades con alegre admiración.

Al tiempo, el ambiente que la rodea se erige como abanderado del bailoteo del camarero que, después de poner en marcha la máquina de café con ademanes automatizados, de calentar leche en una jarra metálica y de cobrar a un señor mudo, limpia el trozo de barra de Anna con ahínco.

Ella se pregunta cómo algo tan fútil puede convertirse en todo un espectáculo y deja escapar una risa tímida, despertando definitivamente sus músculos labiales.

―¿Quiere un mollete con canne mechá o surrapa?

El barman vuelve a la carga y Anna solo asiente mientras mira el flequillo bien peinado que acentúa unos ojos oscuros y atentos. Le da a entender que no ha comprendido nada y que, de todos modos, le da igual, que lo que quiere es que siga hablando; y que insista en su objetivo, aunque ya haya conseguido otra cliente fiel con su zalamería lingüística.

―Ea, pueh marshando uno de surrapa, que está acabá de hasé.

No puede dejar de absorber en su cerebro el canturreo de ese lenguaje indescifrable, a la vez que se siente presa de sus movimientos de pasillo.

Lo observa mientras acompaña el vuelo de un vaso cargado hasta el borde de líquido pardo y lo coloca frente a ella con un sobre de azúcar y una cucharilla; cuando abre en dos un bollo de pan blanco, lo introduce en la tostadora horizontal, atiende a otro adepto atrapado en esta tela de araña matinal y, volviendo a ella, bailotea una vez más perseguido por el aroma de la harina caliente.

―Ea, pueh aquí le dejo su bollito calentito, señora, como debe –afirma mientras le coloca, junto al plato, una tarrina grande con una manteca blanca adornada con hilos de carne–. Que disfrute der día.

Los sentidos de Anna obedecen en el mismo instante en el que prueba el manjar y, entonces, lo entiende todo. Con desayunos así, quién no se arranca por sevillanas.

Decide escuchar el ambiente del espacio que se va llenando poco a poco de comensales. Indefectiblemente, todos cierran los ojos al primer bocado y llegan a sus oídos conceptos como manteca colorá o manchaíto. Se da cuenta entonces de que está rodeada de ese vocabulario andaluz que resulta tan simpático y amable para los de su cultura: palabras de ademanes genuinos, de un sentir y vivir diferente.

Anna reflexiona sobre la verdad que entraña cada lenguaje: nos hace genuinos, nos distingue de la fauna (animal y también humana), nos colectiviza individualmente, nos abre y cierra fronteras, también nos hiere.

Al cabo de un buen rato, se queda sin argumentos para quedarse y deja una propina generosa, a la altura del ímpetu que se lleva de este escenario.

Se nota más ligera, como si hubiera abandonado en el respaldo de su silla kilo y medio de su pena. Al lanzar un pie a la calle, nota en su cara la batalla ganada del sol y los adoquines de alfombra mágica que han puesto en la calzada, mientras ella desayunaba. Entonces, mira hacia dentro del establecimiento sospechando que el camarero de camisa blanca que la saluda con la mano igual tiene algún parentesco con el genio de la lámpara.

El río le ofrece paso hacia el corazón de la ciudad y no se lo piensa, quiere descubrir qué hay al otro lado de este paisaje de agua. A medio puente, con la mirada puesta en la Torre del Oro, la saca de su ensoñación el ronroneo de su móvil. Sin pensar, sonríe a la cara de su hijo que salta a la pantalla, reiterando la sensación de que lleva como recuerdo los ojos de su padre. La conversación escrita la acompaña hasta la otra orilla.

Andreu: Hola, mama. ¿Ya estás despierta?

Anna: Hola, carinyet. Sí, hace rato. Estoy paseando.

Andreu: ¿Tan temprano? No habrán puesto ni las calles.

Anna: Las calles no sé, pero este puente sí.

Andreu: Jajaja. ¿Dónde estás?

Anna: Cruzando el de San Telmo, creo.

Andreu:¿Vendrás sobre las 10? Antes no dejan entrar.

Anna: Cuando tú me digas. Lo estoy deseando. Cogeré un taxi cuando llegue el momento.

Andreu: Te veo muy animada hoy, me alegro.

Anna: No es para menos, ¿no crees?

Andreu: Sííííí. 😉

Andreu: Te dejo, que Laura se está despertando. Disfruta de la ciudad.

Sí, está disfrutando de la ciudad, está disfrutando de la mañana.

Ni todo el oro de esa famosa torre tuvo nunca el fulgor de sus deseos en este instante. Anna se siente, por fin, fuerte, decidida, la Anna de antes.

Quizá sí, quizá sí tenga que pensar en serio en la propuesta que Andreu le hizo hace unos días y que ella rechazó sin más, aludiendo a Dios sabe qué. A los pies de la catedral, admirando el gesto del Giraldillo, ninguno de sus argumentos tiene sentido. Sabe que su hijo no sacará de nuevo el tema, aunque lo esté deseando. La conoce y la está dejando pensar, pero Anna intuye que hoy es el día perfecto para regalar y recibir, para sentir, para ilusionarse, para despojarse del abrigo húmedo del pasado y quedarse con lo puesto, con lo que la define y la acompañará siempre. Es momento de tomar la decisión del resto de su vida.

Una ciudad viva, una vida nueva… Se perfila en su mente el mapa de lo que debe seguir, como se dibujan las calles de Sevilla ante ella, invitándola a conocer, a pasearse, a escuchar y a emborracharse de belleza. Por qué no. Esta puede ser una forma hermosa de escoger entre sus cosas las más preciadas, de envolver sus paquetes, de colocar etiquetas y guardarlos donde correspondan y, luego, mirar hacia adelante sin dudar.

Anna recorre las calles con sus sandalias rojas que ahora parecen moteadas de lunares blancos. Son las mismas que la han acompañado tantas veces por los senderos de su tierra, Cataluña, de la mano de Tomás, su gran amor. Ese grandullón de piernas robustas y corazón blando que la empujó a descubrir sentimientos nuevos y paisajes olvidados (¿o era al revés?).

Estaría orgulloso de ella, no hay duda, pero en esta aventura de hoy, fuera de sitio, siente la ausencia de su mano y Anna se agarra a su bolso para no dejarse absorber por la pesadumbre de la madrugada.

Mira alrededor y se relaja, esta vez todo es distinto: la luz del sol que juguetea al escondite con las esquinas antiguas; el sonido de los pasos que van y vienen distrayendo sombras, ocupando silencios; el tacto de la piedra y el azulejo, resumen del contraste de sentidos; el sabor de los naranjos callejeros en su garganta llena; la algarabía de los que venden y los que compran al ritmo de los cascos, al son del baile de las crines…

Si observa bien, puede conjugar varios verbos conocidos, pero le sorprende la facilidad que tiene la broma para inmiscuirse en cualquier conversación… Y Anna siente el impulso de participar de todas ellas para escuchar de nuevo su propia risa.

El escaparate de abanicos la invita a probarse uno. Rojo y negro, pasión y duelo, sangre y elegancia, no podría decidir, pero sí sabe que es el suyo. Luego, con la carcajada en la punta de sus pestañas, aprende con la cajera a retar al aire y dirigirlo a su cara a base de pequeños golpes de pecho.

«Empieza a hacé caló», escucha a sus espaldas y observa cómo el lenguaje sureño se asienta en cada rincón de su cerebro, como esta ciudad, que chorrea Semana Santa de sus fachadas, esas que anuncian hermandades y cofradías con el orgullo de lo que se sabe grande, como el tamaño de sus losas, de su imagen coloreada, de su cruz impregnada de fe.

Se sumerge con entusiasmo en otro local de refrescos y tapas, rezando para no defraudarse y volver al principio. Ahora no podría volver atrás.

Como sucediera a primera hora de la mañana, pronto se ve rodeada de bailaores de finos y amontillados; cantaores de ensaladilla y papas aliñás; tocaores de soldaditos de pavía y tortillita de camarones. Se sorprende de que el ánimo que la rodea no hace más que crecer por momentos y su cara disfruta, disfrutan sus papilas, disfrutan sus dedos y hasta sus pies.

En medio del éxtasis, mira el reloj y comprende que la mañana la trata a empujones para que se dirija a su destino, que no es Sevilla, pero sí lo es.

A la sombra de una marquesina de acera, levanta el abanico, que ya forma parte de su figura, y para un taxi, haciéndole la competencia al autobús de línea que amortigua su marcha en ese instante. Anna se lamenta al ver el cartel luminoso con su dirección de destino y, por un momento, siente el impulso de subir al vehículo grande y seguir paseando con la cabeza alta, mirando por esos ventanales sobre ruedas, pero ya es tarde y tiene prisa.

Abre la puerta del coche, murmura un saludo y recibe una sonrisa de retrovisor. Especifica su rumbo y vuelve a acoger una mirada de su guía que la aplaude. Parece que todo el mundo la conozca en esta ciudad, y quiera compartir con ella la misión de esta buena mañana.

El camino se llena de preguntas, de tiempo, de tráfico, de noticias, de acompañamiento.

De pie, ante el edificio en el que debe entrar, sonríe, sonríe una vez más. Parece que la mañana se empeña en mostrar la Anna que tanto quiere.

Con cierta timidez, pregunta y sigue las indicaciones hasta el ascensor, que resulta estar a sus espaldas.

Acciona el botón. Respira hondo.

Dirige sus ojos hacia arriba en ese gesto automático de elevador que no distingue culturas.

Agarra el bolso con fuerza y piensa en lo que lleva dentro.

Sale. Mira hacia ambos lados y vuelve a preguntar a una chica uniformada que pasa a su lado.

Por fin, encuentra la puerta que busca. Llama suavecito y entra.

Andreu acude a ella y la abraza. Sin mediar palabra, la acompaña hasta el fondo de la habitación donde se encuentra su mujer, Laura, junto a una pequeña caja transparente.

Anna, después de estampar un beso en la frente de su nuera y de poner en las manos sorprendidas de su hijo su pequeño regalo, se asoma a aquel recipiente de sábanas blancas.

Entonces, sucumbe a dos nuevas lágrimas saladas que recorren sus mejillas sin permiso. Alarga las manos, otra vez firmes y jóvenes, y saca con cuidado ese bultito pequeño de seda para acomodarlo entre sus brazos recién estrenados de abuela, que ya no tienen la función de proteger, sino la de acompañar el sueño. Porque su nieta duerme, ni siquiera se ha movido en el trayecto desde la cuna de cristal a la de bienvenida.

―Se llamará Sara –escucha en un susurro de padre protector.

Y Anna levanta su mirada acuosa para enlazarla con la felicidad de su hijo. Y decide que sí, que se quedará en Sevilla, porque este ser diminuto, al igual que la ciudad, la ha invadido de amor, de curiosidad, de ternura, de decisión… Y es más de lo que necesita para seguir viviendo.

(Relato presentado a la V Edición del Premio Ciudad de Sevilla 2021)

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