Puso los pies en el suelo, uno tras otro, después de reconocer en aquellos grandes dígitos que ya era hora.
Rodeó el mueble sin apenas pensar. Levantó la persiana y saludó a la luz clara de un día casi helado.
Se volvió, con otro gesto automático, intentando poner orden en las prioridades de la jornada.
Entonces notó en su rostro una hermosa sonrisa. Definitivamente, había amanecido distinto.
El cotidiano silencio de casa solitaria se rompía al compás de una respiración profunda que la llenaba de ternura. Su cama no estaba vacía. Y aquel hombro desnudo, repetidamente rozado por sus labios hacía apenas unas horas, asomaba insolente entre las arrugas de las sábanas.
Se acercó para colocar en su sitio un rizo desparramado en la almohada y tiró suavemente del edredón para reconfortar aún más aquel sueño merecido.
Tras perderse un minuto en la imagen, salió sin hacer ruido. Se sentía embriagada por la sorpresa de sus detalles, la sensación nítida de aquellas manos rodeando sus pechos, la solidez de esa mirada que la hacía sentir tan bella, tan sensual, tan vital…
Se dirigió a la cocina y, pensando que no quería estar en ningún otro sitio aquella mañana, encendió sin darse cuenta la máquina de café.
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